Pocos días después, Rosario contactó con nosotros para contarnos el caso de Luba. “Lleva viniendo a casa varias tardes seguidas y hoy me ha dejado acariciarle un poco el morrito. Yo creo que a lo mejor puede dejarme cogerla. Si lo consigo, ¿podríais acogerla vosotros?”. Mi respuesta fue: “Vivo a cien kilómetros de ti. Si consigues cogerla, llámame, me pongo los zapatos, y voy a buscarla”. Ella me respondió: “¿Pero da igual el día de la semana que sea, o la hora del día a la que ocurra?”. Le respondí: “Sí. Llámame, me pongo los zapatos, y voy”.
Pasaron dos días sin recibir noticias suyas. Eran las nueve de la noche y acababa de caer una de las tormentas más tenaces que recuerdo. Había terminado de cenar, me había puesto el traje de tirarme por el tobogán de los sueños y, en la lejanía que da la pantalla, Pedro Piqueras se disponía a relatar con gesto de incomprensible regocijo, su diaria retahíla de catástrofes mundiales y peligros acechantes. Mientras, yo me preguntaba: “Jo, cómo estará la galguita, no he sabido nada. Pobrecita, solo espero que en aquella zona no le haya cogido el tormentón…”. Y es aquí donde ocurre lo más increíble de este relato, pero puedo jurar que así sucedió. Decido escribirle un WhatsApp: “¡Hola Rosario! ¿Qué tal? ¿No ha habido noticias de la galguita? No dejo de acordarme de ella, con la que está cayendo… Tan solo cinco minutos más tarde, suena mi teléfono. Era Rosario.
_ ¡¡La tengo!!
_ ¡¡No me digas!! ¿Has podido cogerla?
_ Si te lo cuento, no te lo crees. Acaba de caer aquí un tormentón que no te puedes hacer una idea.
De repente suena como si alguien llamase a la puerta, pero no espero a nadie y con ese diluvio que estaba cayendo y el vendaval, pensé que era el viento. Pero vuelven a sonar golpes otra vez, y me levanto. Miro por el ventanuco de la mirilla y no veo a nadie. Abro la puerta y me veo a Luba sentada, temblando, chorreando y mirándome con ojos de “¡no puedo más, te lo ruego, déjame entrar!”
_ ¿¿Qué me estás contando?? ¡¡Pobrecita, qué fuerte!!
_ La he cogido, la he pasado dentro, la he secado con una toalla, me ha dejado acariciarla hasta la saciedad, ha comido, bebido, y está aquí hecha una rosquita en el sofá. ¡Me muero de la ternura!
_ Rosario: ¡me pongo los zapatos, y voy!
Metí la dirección en el navegador y partí hacia allí. No llovía, pero el cielo estaba más negro que las teclas de un piano. “A ver si me libro”, pensé. A los cinco minutos, en el cielo comenzaron a sonar los Tambores de Calanda y el navegador me dirigió directamente al corazón de la mayor tormenta en la que me he visto envuelto jamás. Y digo envuelto, porque los rayos caían sobre mí sin cesar. Cada diez segundos, ¡zas! Me vi un poco en “modo Judy Foster” en Twister. La cantidad de agua que caía por la parte izquierda del parabrisas era tal, que parecía salida de un teléfono de ducha del tamaño de una parada de autobús. No veía nada de nada. Bueno, miento, veía cada vez que caía un rayo… ¡zas! Intentaba mantener la calma, pero llegó un momento en el que me pregunté: “Oye, ¿y no estaré realmente en serio peligro?” Pero no podía hacer nada más que seguir despacito y con buena letra. ¿Te imaginas perder la vida aquí, abducido por un cumulonimbo aterrador, en una carretera comarcal en mitad de la nada, sin que se entere nadie…? Me pareció inaceptablemente absurdo. Pero me vino un pensamiento tranquilizador. Valoré que si perdía la vida mientras iba en camino para salvar otra vida, todo habría merecido la pena. Y con ese pensamiento conseguí llegar vivo hasta la puerta de Rosario. Creo que cuando me abrió, pudo ver en mí el mismo rostro que en Luba pocas horas antes, en esa misma puerta…
Cuando pude abrazarla y asomarme al interior de sus pupilas, comprendí que Luba es alguien verdaderamente especial. Una hora después Rosario me ayudó a acomodarla en el asiento trasero de la furgo, la aseguré, y al mirarla, los dos supimos que aquella galguita, en ese momento, era feliz. Nos despedimos maldiciendo la prohibición de no poder darnos un sentido abrazo de despedida, en un momento tan emotivo como ese. Distancia fatal.
Encendí un incienso de jazmín, puse un disco de Louis Amstrong, arranqué y volvimos a introducirnos en las entrañas de la tormenta mientras sonaba “What a Wonderful World”. Luba y yo nos miramos por el retrovisor y le dije:
“tranquila, cariño, nada nos puede pasar”. Y ella me creyó. Los rayos siguieron cayendo y sonó el tema “Dream a Little Dream of Me”. Siguió diluviando y sonó “La Vie en Rose”. Cuando al fin llegábamos a casa, se abrieron dos nubes para dejarnos ver la luna en cuarto creciente. En ese mismo instante, Ella Fitzgerald comenzó a cantar “Fly Me to the Moon” y yo no pude contener la emoción. Despacio, rompí a llorar.
Subimos a casa, nos acurrucamos juntos en el sofá, y el cansancio se encargó de poner fin a esta hermosa historia que siempre nos acompañará en los más oscuros días de tormenta.
Luba, con sus dos añitos de edad, es un tesoro caído del cielo, es
La Perrita que vino del Diluvio, y quien la adopte será la persona más afortunada de la Tierra, que tan solo deberá escribir un e-mail a
adopta@elrefugio.org dejando un teléfono de contacto para que la podamos llamar.
Luba, es imposible no quererte. ¡Muy pronto estarás en casa para siempre! ¡Abrazos para todos, salud y muuucha Vida! Si te parece bonito que sucedan historias tan emotivas como esta y sientes que merece la pena echarnos una mano para que podamos escribir muchas más, te recordamos que puedes ser socio de El Refugio desde tan solo 3€ al mes, y puedes hacerlo aquí:
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