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“La Perrita que vino del Diluvio”.

26/08/2020

Como la balsa de un náufrago flotando en un océano de cereales de oro, mecida por los vientos de una tierra en la que las provincias de Segovia y Valladolid se tocan con el codo, se halla la casa habitada por Rosario. Una mujer rubia, templada, de mirada franca y penetrante, de tempo reposado y firme, tanto en las inflexiones de su voz, como en los movimientos de su cuerpo; afincada en esa franja de edad en la que la Vida te requiere, si es que aspiras a tener meridianamente claro lo que quieres, y lo que no. 
 
Con tan solo poner un pie en su hogar, podrás percibir que es amante vocacional de cuidar todo aquello que le rodea, ya sea persona, animal, o cosa (de hecho, Rosario lleva 13 años colaborando con El Refugio como socia. ¡Imaginad la cantidad de animales en apuros a los que ha podido ayudar a lo largo de todos estos años…!).
 
Rosario protagonizaba su ritual diario estival: sentarse en una sillita baja de Nea a contemplar la hermosa metamorfosis del sol cuando pasa de ser un limoncito, a convertirse en un pomelo gigante que tiñe el cielo de rosa antes de acabar cayendo por detrás de un horizonte tras el que todavía nadie ha sabido lo que hay.
 
Como cada tarde a esa misma hora, avistó un vehículo que se aproximaba por el camino de tierra que linda con la casa. Al volante, el cura del pueblo. Una abollada Pick-up de marca japonesa con más años que la Constitución. El color “verde ciénaga turbia” y el “marrón papilla fermentada” llevaban casi una década dándose de tortas por conseguir ser, de forma oficial, el color de la maltrecha camioneta (pero sin éxito). Al retortero de la nube de polvo que levantaba a su paso, correteaba un enjambre compuesto por seis perrillos de diferentes tamaños, pelajes y razas, pero todos de un color similar: el mismo que el de la camioneta. Son perrillos abandonados que fueron apareciendo por el pueblo, a los que el párroco proporcionó alimento y cariño. Uno tras otro, los pequeños no dudaron en ir adoptando al “Padre” como suyo.
 
“Muy lustrosos no están, pero se les ve felices”, musitó ella. Y contemplando semejante procesión, sonrío al pensar: “Eso sí que son followers y no lo que tienen muchos en Instagram…”. De pronto se sorprendió al ver que la comitiva incorporaba un miembro nuevo. A unos veinte metros por detrás, los seguía una galga color marfil. Era grande y fuerte. Avanzaba con un trotecillo intermitente y medroso. Cada seis pasos, se detenía a mirar hacia atrás y a los lados, intentando anticipar cualquier presencia que pudiera representar una amenaza. Al pasar a su altura, vio que la perrita estaba limpia y no flaca; no podía llevar mucho tiempo abandonada. Rosario hizo con sus labios unos sonidos de besito para llamar su atención, y lo consiguió. La galguita paró en seco, la miró durante cinco segundos, volvió a mirar hacia la comitiva del cura, y miró de nuevo a Rosario como diciendo “¿Qué hago? Yo estaba siguiendo a esta pandilla pero no me hacen mucho caso. En cambio, tú te has interesado por mí y pareces buena gente…”. Comenzó a decirle palabras bonitas en tono cautivador mientras cogía el pan de pasas con queso, y el membrillo que se había preparado para merendar,
mostrando a la galguita la actitud de estar dispuesta a compartirlo con ella.

La Perrita que vino del Diluvio.
La perrita dejó a Rosario sin merienda, guardando en todo momento “la distancia social”, y antes de perderse en el crepúsculo, le regaló una mirada de agradecimiento, mas una sensación de “me encantaría quedarme contigo, pero el miedo me obliga a poner patas en polvorosa”. Rosario quedó totalmente prendada por su mirada, le dejó el corazón como un pincho moruno. Esa perra era especial. Mientras se alejaba, decidió que si volvían a verse, le pondría nombre: la llamaría LUBA.
 
El día siguiente a la misma hora, Rosario estaba sentada en la misma silla a punto de ver la caída del mismo pomelo que el día anterior, y el de hace una semana, y un mes; pero esta vez tenía sobre la mesa una lata de suculento paté para perros. A penas tres minutos después alzó la vista y allí estaba: ¡Luba! Sentada en el mismo punto del camino que el día anterior, pero esta vez sin mostrarse nerviosa. Totalmente inmóvil y relajada, miraba a Rosario diciendo: “Bueno, ayer me pedías que confiara en ti. Pues bien, ¡aquí me tienes!”. Sin decir nada, abrió la lata, la colocó en el suelo a dos metros de ella, y se volvió a sentar. Luba esperó 10 segundos, se acercó con paso lento pero cierto, olió el manjar, y podríais jurar que el lavavajillas no habría dejado el cacharro más reluciente. Bebió un poco de agua y cuando Rosario se levantó para entrar en la casa, Luba volvió a sentarse en el borde del camino, antes de perderse de nuevo en la noche de los tiempos.
La Perrita que vino del Diluvio.
Pocos días después, Rosario contactó con nosotros para contarnos el caso de Luba. “Lleva viniendo a casa varias tardes seguidas y hoy me ha dejado acariciarle un poco el morrito. Yo creo que a lo mejor puede dejarme cogerla. Si lo consigo, ¿podríais acogerla vosotros?”. Mi respuesta fue: “Vivo a cien kilómetros de ti. Si consigues cogerla, llámame, me pongo los zapatos, y voy a buscarla”. Ella me respondió: “¿Pero da igual el día de la semana que sea, o la hora del día a la que ocurra?”. Le respondí: “Sí. Llámame, me pongo los zapatos, y voy”.
 
Pasaron dos días sin recibir noticias suyas. Eran las nueve de la noche y acababa de caer una de las tormentas más tenaces que recuerdo. Había terminado de cenar, me había puesto el traje de tirarme por el tobogán de los sueños y, en la lejanía que da la pantalla, Pedro Piqueras se disponía a relatar con gesto de incomprensible regocijo, su diaria retahíla de catástrofes mundiales y peligros acechantes. Mientras, yo me preguntaba: “Jo, cómo estará la galguita, no he sabido nada. Pobrecita, solo espero que en aquella zona no le haya cogido el tormentón…”.  Y es aquí donde ocurre lo más increíble de este relato, pero puedo jurar que así sucedió. Decido escribirle un WhatsApp: “¡Hola Rosario! ¿Qué tal? ¿No ha habido noticias de la galguita? No dejo de acordarme de ella, con la que está cayendo… Tan solo cinco minutos más tarde, suena mi teléfono. Era Rosario.
_ ¡¡La tengo!!
_ ¡¡No me digas!! ¿Has podido cogerla?
_ Si te lo cuento, no te lo crees. Acaba de caer aquí un tormentón que no te puedes hacer una idea.
De repente suena como si alguien llamase a la puerta, pero no espero a nadie y con ese diluvio que estaba cayendo y el vendaval, pensé que era el viento. Pero vuelven a sonar golpes otra vez, y me levanto. Miro por el ventanuco de la mirilla y no veo a nadie. Abro la puerta y me veo a Luba sentada, temblando, chorreando y mirándome con ojos de “¡no puedo más, te lo ruego, déjame entrar!”
_ ¿¿Qué me estás contando?? ¡¡Pobrecita, qué fuerte!!
_ La he cogido, la he pasado dentro, la he secado con una toalla, me ha dejado acariciarla hasta la saciedad, ha comido, bebido, y está aquí hecha una rosquita en el sofá. ¡Me muero de la ternura!
_ Rosario: ¡me pongo los zapatos, y voy!
La Perrita que vino del Diluvio.
Metí la dirección en el navegador y partí hacia allí. No llovía, pero el cielo estaba más negro que las teclas de un piano. “A ver si me libro”, pensé. A los cinco minutos, en el cielo comenzaron a sonar los Tambores de Calanda y el navegador me dirigió directamente al corazón de la mayor tormenta en la que me he visto envuelto jamás. Y digo envuelto, porque los rayos caían sobre mí sin cesar. Cada diez segundos, ¡zas! Me vi un poco en “modo Judy Foster” en Twister. La cantidad de agua que caía por la parte izquierda del parabrisas era tal, que parecía salida de un teléfono de ducha del tamaño de una parada de autobús. No veía nada de nada. Bueno, miento, veía cada vez que caía un rayo… ¡zas! Intentaba mantener la calma, pero llegó un momento en el que me pregunté: “Oye, ¿y no estaré realmente en serio peligro?”  Pero no podía hacer nada más que seguir despacito y con buena letra. ¿Te imaginas perder la vida aquí, abducido por un cumulonimbo aterrador, en una carretera comarcal en mitad de la nada, sin que se entere nadie…? Me pareció inaceptablemente absurdo. Pero me vino un pensamiento tranquilizador. Valoré que si perdía la vida mientras iba en camino para salvar otra vida, todo habría merecido la pena. Y con ese pensamiento conseguí llegar vivo hasta la puerta de Rosario. Creo que cuando me abrió, pudo ver en mí el mismo rostro que en Luba pocas horas antes, en esa misma puerta…
 
Cuando pude abrazarla y asomarme al interior de sus pupilas, comprendí que Luba es alguien verdaderamente especial. Una hora después Rosario me ayudó a acomodarla en el asiento trasero de la furgo, la aseguré, y al mirarla, los dos supimos que aquella galguita, en ese momento, era feliz. Nos despedimos maldiciendo la prohibición de no poder darnos un sentido abrazo de despedida, en un momento tan emotivo como ese. Distancia fatal.
La Perrita que vino del Diluvio.
Encendí un incienso de jazmín, puse un disco de Louis Amstrong, arranqué y volvimos a introducirnos en las entrañas de la tormenta mientras sonaba “What a Wonderful World”. Luba y yo nos miramos por el retrovisor y le dije: “tranquila, cariño, nada nos puede pasar”.  Y ella me creyó. Los rayos siguieron cayendo y sonó el tema “Dream a Little Dream of Me”. Siguió diluviando y sonó “La Vie en Rose”. Cuando al fin llegábamos a casa, se abrieron dos nubes para dejarnos ver la luna en cuarto creciente. En ese mismo instante, Ella Fitzgerald comenzó a cantar “Fly Me to the Moon” y yo no pude contener la emoción. Despacio, rompí a llorar. 
 
Subimos a casa, nos acurrucamos juntos en el sofá, y el cansancio se encargó de poner fin a esta hermosa historia que siempre nos acompañará en los más oscuros días de tormenta.
 
Luba, con sus dos añitos de edad, es un tesoro caído del cielo, es La Perrita que vino del Diluvio, y quien la adopte será la persona más afortunada de la Tierra, que tan solo deberá escribir un e-mail a adopta@elrefugio.org dejando un teléfono de contacto para que la podamos llamar.
 
Luba, es imposible no quererte. ¡Muy pronto estarás en casa para siempre!
¡Abrazos para todos, salud y muuucha Vida!
 
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¡¡GRACIAS!!
La Perrita que vino del Diluvio.
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