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No es lo mismo morir, que perder la vida.

21/05/2021

Me encontraba disfrutando del narcótico placer de los últimos instantes del sueño, cuando un gallo comenzó a cantar de forma enérgica: ¡Kikirikííííí!. Al principio pensé que formaba parte del sueño en el que creía seguir inmersa, pero al entreabrir los ojos y ver los rayos de sol atravesando las cortinas como flechas, intuí que el gallo podría pertenecer al mundo real. Al estar aún medio dormida, no me extrañó, pero como al séptimo canto, me dije: “¿Un gallo? ¡Pero si yo vivo en la novena planta de un céntrico barrio de la ciudad, donde no se escucha más sonido que el lejano bramido del tráfico de la carretera de circunvalación que fluye a tres manzanas de mi casa…!” Me senté al borde de la cama posando los pies sobre la amorosa alfombrilla de lana que los abraza cada mañana, y con los ojos cerrados, inspiré profundamente mientras elevaba los brazos hacia el techo, para estirar la espalda. El gallo continuaba cantando. Me puse en pie, con las dos manos descorrí simultáneamente ambas cortinas y, cegada por el sol, abrí la ventana de par en par. Lo primero que percibí fue un muy penetrante olor a ganado, como a cabras. El estupor se apoderó de mí en el instante que mis pupilas me permitieron ver lo que había frente a mí: una árida y vasta extensión de terreno salpicada de acacias desperdigadas, que proporcionaban la única sombra disponible en toda esa región.
 
La ventana de mi apartamento estaba ahora a ras de suelo, como si realmente me encontrara en una cabaña en plena sabana africana. Y digo “africana”, porque a escasos metros de la ventana se encontraba el responsable de haberme sacado de mi sueño a fuerza de kikirikís (el gallo), y tras él, caminaba a cámara lenta una jirafa que estiró su cuello hacia mí, y con los morros más enormes que he visto en mi vida, agarró la manga izquierda de mi pijama y tiró con toda la intención de quedarse con él. No me preguntéis qué tenía pensado la jirafa hacer con mi pijama; lo desconozco. Instintivamente, agarré la manga, y tiré con todas las fuerzas de mi cuerpo hacia atrás, para intentar liberarme de semejante atropello. El impulso consiguió soltar el pijama de las fauces de la osada intrusa, pero me hizo salir volando hacia atrás en dirección hacia la cama. El estruendo de mi cuerpo al chocar contra el suelo, fue morrocotudo. Al caer, recibí un golpe en la nuca que me dejó totalmente aturdida durante unos minutos. “¿Cómo podía haber acabado en el suelo de esa manera tan brusca?”.
 
Hubiese debido caer sobre la cama… La respuesta era que ésta había desaparecido; ya no existían ni mi cama, ni la alfombra de lana, ni tampoco las dos mesillas de noche de madera de haya, ni las lamparitas que sobre ellas había para alumbrar mis noches de lectura. Tampoco existía ya la cómoda balinesa de tres cajones, hecha de madera labrada de Wengué. Fue un regalo que me hizo la persona que mejor me conoce, cuando cumplí 45 años: yo. En ella guardo (o mejor dicho “guardaba”, puesto que acababa de desaparecer delante de mis narices) los objetos personales más significativos de mi vida. Aquellos que, si alguien encontrara cuando yo ya no estuviese en vida, podrían hacer una radiografía nítida de la persona que fui; mis pasiones, anhelos, y por qué no, también, mis temores, y mis pérdidas. Realmente, si desaparecía aquella cómoda con todo lo que atesoraba, era como si desapareciera yo. Por supuesto también se habían volatilizado simultáneamente el armario de mi ropa y el mueble zapatero, junto con el colgador de pared en el que habitaban todos mis pañuelos y bolsos.
 
Lo que comenzó siendo desconcierto, dio paso al sobresalto, quien finalmente cedió el testigo a la angustia. No comprendía absolutamente nada de lo que estaba ocurriendo, pero el temor a un nuevo ataque de la jirafa pudo más que el dolor de la caída, y la adrenalina hizo que me levantara de un brinco, como si me hubiesen puesto una catapulta en el culo. Cerré veloz la ventana y eché a correr hacia el pasillo. Afortunadamente, el resto de la casa parecía conservar su aspecto habitual. Me dirigí hacia el salón con la intención de comprobar qué se veía por su ventana, cuya orientación era norte (el dormitorio daba al sur). Casi se me salen los ojos de la cara al comprobar que desde donde se solía ver un patio ajardinado compartido por cuatro bloques de pisos, ahora se divisaba el Río Sena a su paso por la majestuosa Catedral de Notre Dame, que impensablemente conservaba intacta la interminable aguja de la torre central del crucero, que todos vimos arder como un fósforo en abril de 2019. Pero bueno, si por una ventana se veía la sabana africana y por la otra Paris, tampoco me iba a extrañar porque la aguja de la torre del crucero hubiese viajado en el tiempo, ¿no…? Decenas de turistas con sonrisa de bobo surcaban alegres las aguas del río, a lomos del “Bateau Mouche”. A través de la pared del salón, proveniente del piso del vecino, se escuchaba cantar a Charles Aznavour: “Je vous parle d’un temps, que les moins de vingt ans ne peuvent pas connaître. Montmartre en ce temps-là, accrochait ses lilas jusque sous nos fenêtres”.
 
No entiendo ni papa de francés y mi instinto reflejo fue coger el móvil que siempre dejo sobre la mesa del salón junto a las llaves, para entrar en el Traductor de Google y ver qué decía la letra; pero me quedé inmóvil al recordar cómo todo mi dormitorio había desaparecido frente a mí en un abrir y cerrar de ojos. Me mantuve como una estatua de sal mientras pensaba: “¿Y si ahora resulta que me doy la vuelta para coger el teléfono, y ya no existen la mesa con alas extensibles del salón y sus seis sillas, el sofá “chaise longe” color berenjena que estrené la primavera pasada, y el aparador con las copas de vino, la tele de plasma, y el equipo de música Sony del año 2001, con toda su torre de cd´s…? Perfectamente podía ser. Tensé los labios y los ojos, como haces cuando sabes que estás a punto de recibir un tortazo que aún no ha caído, y al volverme comprobé, atónita, que el salón había seguido los mismos derroteros que el dormitorio. ¡Vacío! Las paredes estaban sin pintar y el suelo ya no era de parqué, sino de tierra. Comenzaron a sudarme las manos, mientras una chorrera de preguntas vapuleaba mi maltrecha mente. “¿Qué demonios está pasando? ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Por qué me está pasando a mí algo tan horrible? ¿Qué he hecho yo para merecer esta desgracia? ¿Quién puede explicarme lo que está ocurriendo?”. Cada pregunta sin respuesta aceleraba un punto el diapasón de mi pecho, que ya se asemejaba a los Tambores de Calanda. Me dirigí corriendo hacia el cuarto de baño, chocándome a trompicones con las paredes del pasillo. Ya no contaba ni con ducha, ni con retrete, pero conservaba aún los azulejos, el colgador de las toallas, y el conjunto del lavabo. Abrí el grifo y metí la cabeza como pude bajo el agua fría para aclarar las ideas, e intentar huir del absurdo laberinto en el que me hallaba cautiva. Me froté fuertemente la cara varias veces, bebí agua, me soné la nariz. Cerré el grifo. Me llevé las manos a la cara, y al incorporarme vi mi reflejo en el “todavía espejo” que colgaba de la pared. “¡¡Aaaaaaaaaahhhh!!”. Aquel grito salió de lo más profundo de mis entrañas; ahora sí que tenía miedo de verdad. La persona que había al otro lado del espejo se movía con mis movimientos, y reproducía a la perfección los mismos gestos que expresaban lo que yo estaba sintiendo, solo que aquella persona, aquella no era yo.
 
La mujer que me miraba era como veinte años más joven que yo. Ojos azules (yo marrones), nariz griega, perfecta (yo de patatita), mandíbula bien definida (yo normal), y pelo rubio rapado al tres (yo, media melena castaño rojizo medio). Era como si Edurne se hubiese rapado el pelo. La verdad es que la muchacha era guapa, tenía personalidad, ¡pero diantres, no era yo! ¿Qué hacía esa chica ahí suplantándome? “¡¡GLUR, GLUR, GLUUUUUURRF!!”. Volví a zambullir la cabeza bajo el agua y me la froté fuertemente para volver a intentar romper el hechizo. Con más miedo que vergüenza, volví a enfrentarme al delirio del espejo y esta vez quien me escrutaba al otro lado, era un hombre mayor que yo, calvo, muy serio, con narizota, poblado bigote canoso y ojos caídos (uno más que otro). Tenía cara de ser buena gente, pero el hecho de llevar puesto mi pijama le daba un aspecto bastante ridículo. Su rostro me resultaba tremendamente familiar. Alargué mi mano para tocar el espejo mientras me preguntaba a quién me recordaba aquel señor. Cuando caí en quién era, comencé a reír de forma descontrolada sin poder parar.”¡¡Jua, jua, juaaaaaa!!!. Aquel señor en pijama que me miraba seriamente era Vicente del Bosque, el que fue entrenador de la Selección Española de fútbol que ganó el famoso Mundial de Sudáfrica. El surrealismo había alcanzado una cota tan alta, que provocó que pasase de lo dramático, a lo lúdico.
 
“O sea que ¿cada vez que me asome al espejo, seré una persona distinta…? Muy bien. ¡Pues tira!”.  “¡¡GLUR, GLUR, GLUUUUUURRF!!”. Volví a zambullir la cabeza y al asomarme al espejo me encontré con que era Florinda Chico. “¡¡GLUR, GLUR, GLUUUUUURRF!!”. Esta vez me convertí en David Bisbal cuando era joven. “¡¡GLUR, GLUR, GLUUUUUURRF!!”. ¡Era Michelle Obama! (¡Qué gran mujer, una parte de mí siempre quiso ser negra!). “¡¡GLUR, GLUR, GLUUUUUURRF!!”. Matías Prats padre. “¡¡GLUR, GLUR, GLUUUUUURRF!!”. Margaret Thatcher el día de su boda. “¡¡GLUR, GLUR, GLUUUUUURRF!!”. José Luis Garci, la noche que recibió su premio Óscar. “¡¡Qué absurdo, esto no puede ser verdad!! Tiene que ser un sueño de esos que vives con tanto detalle, que superan el realismo de la propia realidad”. Me dirigí otra vez hacia el pasillo, pellizcándome el brazo con ahínco para comprobar si dolía. Sí, dolía. Todo el suelo del apartamento era ya de tierra y habían empezado a crecer cardos donde antes había rodapiés. Me paré frente a la puerta del dormitorio de invitados, al que ya solo le quedaba el cable de la lámpara de techo. A través de la ventana se veía una virulenta tormenta de nieve, mientras el viento huracanado hacía repiquetear la persiana como unas castañuelas. No quise ni asomarme. “Se verá a la expedición de Amundsen en su intento de conquista del polo sur, o vete tú a saber qué…”, pensé.
 
La desesperación me desbordó y decidí abandonar la vivienda (o mejor dicho, lo que quedaba de ella). Agarré la manija de la puerta y antes de abrir, volví la vista atrás. Mi apartamento había perdido ya todas sus paredes, convirtiéndose en una especie de descampado que, un miércoles cualquiera, podría albergar una feria de productos agrícolas. Abrí la puerta con decisión y lo que vi me cortó la respiración.
Un infinito suelo blanco se extendía ante mí. Una superficie que podía tener cientos de kilómetros cuadrados, cuyo final se fundía con el cielo en el horizonte. Lo más parecido que conozco a lo que tenía delante era El Salar de Uyuni, en Bolivia. Un interminable lago seco de sal, que había visto en documentales de la tele. Era como un limbo, como la nada. Como a unos tres metros frente a mí, se encontraba de pie, inmóvil, y mirándome fijamente, una imponente perra de raza presa canario.

No es lo mismo morir, que perder la vida.
Aunque su fortaleza corporal podría hacer pensar que era macho, un brillo especial en su mirada me hizo saber que ambas pertenecíamos al mismo sexo. La miré sin moverme durante unos diez segundos. La verdad es que ya no sabía si asustarme, rendirme, o pedir “el comodín de la llamada”… Y de repente pensé: “¡Vaaale, ya sé lo que paaasa! ¡¡He muerto!! Claro, he muerto y por eso ha desaparecido todo, y han pasado todos esos marcianismos. ¡He muerto, y ahora tú, que no se sabe quién eres, vienes a guiarme para hacer el tránsito hacia la otra vida! ¿Eeh? ¿A que sí…?
_“Nooo, Mariana, no has muerto. Estás tan viva como yo”. Di un respingo con pequeño paso atrás. La perra no había abierto la boca, pero seguía mirándome fijamente y yo tenía muy claro que la voz que acababa de escuchar en mi mente, la que había respondido a mi pensamiento, era suya.
_”Pero vamos a ver, si yo no he abierto la boca, esta perra no ha podido leerme el pensamiento. Además, los perros no pueden hablar”, exclamé haciendo aspavientos.
_” ¡Ayyy, Mariana! El problema no es que los perros no podamos hablar. El verdadero problema es que los humanos, no sabéis escuchar”. La verdad es que me dejó más callada… sin ningún tipo de argumento al que agarrarme.
_”Pero entonces… ¿puedes decirme qué es lo que está pasando, y qué diantres hago aquí contigo?
_”Sí, claro. Tú no has muerto. Simplemente acabas de perder la vida”. Su serena voz estaba envuelta de una credibilidad contundente.
_”Pero morirse y perder la vida, ¡es lo mismo!”, reproché contrariada. La perra esbozó una tierna sonrisa y bajó levemente la mirada.
_”A ver, Mariana, yo no puedo hablarte sobre morir. Es una experiencia que aún no he podido probar. Sin embargo, puedo hablarte con detalle de perder la vida, porque me ha ocurrido recientemente. Yo, al igual que tú, tenía una buena casa. Tenía un chalet. Tenía una cama grande, y una cómoda en la que guardaba todos mis juguetes. Tenía un hermoso jardín, y un coche con un maletero enorme que me pertenecía solo a mí. Tenía suculenta comida cada día, y chuches de diferentes sabores. Y tenía lo más importante de todo: el amor de mi compañero humano, Luis. Siempre estábamos juntos. Era hermoso pasar cada día junto a él. Yo era su sombra. La perra dejó de hablar mientras su mirada se perdió en la lejanía del horizonte.
No es lo mismo morir, que perder la vida.
_”Y ¿qué ocurrió? Bueno, por cierto, veo que tú sabes mi nombre… pero yo no sé cómo te llamas tú, le dije intrigada.
_ Théressa. Me llamo Théressa. Carraspeó para aclarar la garganta. Un buen día, sin previo aviso, mi compañero enfermó, se lo llevaron, y nunca más volví a verlo. A los pocos días, vinieron unos chicos vestidos de blanco y me llevaron con ellos. Eran muy cariñosos conmigo, y me dijeron que estaban allí para ayudarme, que no me preocupase porque todo iba a ir bien. Como ves, toda mi vida desapareció delante de mis narices, tal como te acaba de ocurrir a ti. Ahora la que bajó la mirada fui yo. Pero no te preocupes, Mariana, todo tiene arreglo. ¡Ven, acompáñame!
_Entre sollozos, le pregunté: “¿Ir? Pero… ¿ir a dónde?
_”¡Hacia allí! Hacia el infinito, y más allá. Nos pase lo que nos pase, nunca debemos detenernos, debemos continuar. En línea recta, sin temer no saber hacia dónde nos llevará la vida, ni que experiencias tiene reservadas para nosotros. Es lo que me han enseñado las personas con las que ahora estoy. Muchos otros como yo perdieron su vida antes, incluso otros muchos estuvieron a punto de morir. Pero si hay alguien dispuesto a caminar a tu lado para ayudarte a descubrir el punto en el que podrá comenzar tu nueva vida, todo estará bien. Has de confiar. ¡Confía en mí! Sin pronunciar más palabra, dio media vuelta y comenzó a caminar lentamente hacia el horizonte perdido. Yo, sequé las lágrimas de mis mejillas y eché a andar al lado suyo, con la paz que te otorga saber que algunas veces, hacer lo único que puedes, es hacer lo mejor que puedes. 
No es lo mismo morir, que perder la vida.
La voz de Théressa continuaba relatando episodios a Mariana, mientras sus figuras se iban haciendo cada vez más pequeñitas. La lejanía las acercaba inexorablemente hacia un futuro aún por escribir.
 
Estos son tiempos en los que muchos seres mueren, y otros muchos pierden la vida. A los primeros, desgraciadamente, no podemos ayudarlos. A los segundos, sí. Intentad ayudar a cualquiera que haya perdido su vida; caminar junto a ellos hará que les sea un poco más fácil saber en qué punto pueden comenzar sus nuevas vidas. Nosotros estamos caminando junto a Théressa. Ahora ya sabes cómo era su vida anterior, y cómo la perdió.  Tiene 6 años, es muy tranquila y amorosa.  Pedimos al Universo que una de las personas que hayáis leído este relato, se mire en el espejo y diga: “¡Soy yo! Yo soy quien te espera en el punto de inicio. ¡Théressa, mi amor, sígueme, confía en mí!”. Solo tienes que escribirnos un e-mail a adopta@elrefugio.org adjuntando un teléfono de contacto, y te llamamos. Lo demás, será la propia vida quien se encargue de ir escribiéndolo…
 
Théressa, seguiremos caminando junto a ti, hasta que llegue quien te diga esa preciosa frase.
¡¡Abrazos para todos, salud, y muuucha vida!!
No es lo mismo morir, que perder la vida.
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