A lo largo de toda su vida, mi madre me fue dejando un rico legado de pequeños secretos de los que poder servirme para conseguir hacer de esta vida, una experiencia memorable. Y no lo hizo con teoremas ni ensayos, sino con todos y cada uno de sus actos, y gestos cotidianos. El primero y mayor mandato a respetar, es vivir con alegría. Cultivarla, mimarla, disfrutarla. Defender la alegría por encima de todas las cosas, porque sin ella, la vida se convierte en un lento y tedioso tránsito hacia la muerte.
En 1985, Serrat compuso un tema inspirado en un bello poema de Mario Benedetti. Dice así:
“Defender la alegría como una trinchera, defenderla del caos y de las pesadillas, de la ajada miseria y de los miserables, de las ausencias breves y las definitivas.
Defender la alegría como un atributo, defenderla del pasmo y de las anestesias, de los pocos neutrales y los muchos neutrones, de los graves diagnósticos y de las escopetas.
Defender la alegría como un estandarte, defenderla del rayo y la melancolía, de los males endémicos y los académicos, del rufián caballero y del oportunista.
Defender la alegría como una certidumbre, defenderla a pesar de Dios y de la muerte, de los parcos suicidas y de los homicidas, y del dolor de estar absurdamente alegres.
Defender la alegría como algo inevitable, defenderla del mar y las lágrimas tibias, de las buenas costumbres y de los apellidos, del azar y también, también de la alegría.
Otro de los grandes secretos que me entregó, es saber que para que cualquier persona califique un simple plato de judías verdes como “algo delicioso” y quiera repetir, conviene hacer una reducción de Pedro Ximénez con un sutil toque de clavo y anís estrellado, para agregarlo al sofrito de tomate con ajo y cebolla, con el que se terminarán de guisar. Así mismo, lo preparé este pasado miércoles y lo degustaba mientras el informativo iba relatando los sucesos del día. De pronto, un reportero y su cámara comenzaron a narrar el caso de una familia que había tenido que abandonar su hogar por falta de recursos económicos. Lo que vi a continuación hizo que dejase la cuchara en el plato y permaneciese mirando a la pantalla sin apenas respirar. Una pareja de mediana edad con sus dos hijos, y sus dos perros (grandes), llevaban seis semanas viviendo en el interior de su coche. Un coche que carecía de maletero familiar, en el que al menos los perros pudiesen tener su propio espacio en la parte de atrás.
En tan solo cinco segundos, experimenté un cóctel de sentimientos brutal. El primero de rabia, por la injusticia que supone que alguien pierda su derecho reconocido a tener una vivienda digna. Después sentí: ¡¡di que sí, qué narices, tus perros son dos más de la familia y si hay que vivir en el coche, pues todos al coche!! Y por último, sentí que perfectamente yo podría ser protagonista de ese reportaje, por el riesgo que actualmente corremos todos de poder acabar perdiendo lo poco que tenemos, y por el firme convencimiento que siempre tuve, de que sería incapaz de separarme de mis perrillos, si la vida me obligase a vivir una situación tan severamente adversa.
Ante tanta gente que intenta deshacerse de los animales con los que ha convivido durante parte de su vida en cuanto se les presenta una situación en la que pueden representar una carga para llevar adelante sus planes, el acto de amor de esta familia hacia sus perrillos resulta heroicamente ejemplar. Creo que nada puede arrebatarle a mi silencio, la exclusiva de poder expresar todo lo que siento.
A la sinfonía de alboroto permanente en el que los humanos estábamos instalados hasta hace relativamente poco, ha llegado el silencio, y parece que lo ha hecho para quedarse. Todos somos testigos y protagonistas a diario, de multitud de situaciones que nos dejan sencillamente callados, sin saber muy bien qué decir, qué pensar, hacer o sentir. A los humanos, que tanto practicábamos ese noble deporte de no escuchar, de responder al otro sin apenas dejarle terminar su exposición, de mirar sin ver, de hacer sin pensar, de elegir sin distinguir, de hablar sin saber, o juzgar sin conocer, ahora, ahora nos toca guardar silencio.
Cada día mil historias, muchas dolorosas, muchas forzadas, otras inducidas. Todas complicadas. Dramas humanos en los que se ven implicadas las vidas de miles de animales inocentes, que una vez más, pagan un alto precio por nuestros desmanes. Animales cuya única culpa ha sido la de permanecer inquebrantables junto a las personas que un día decidieron tenerlos; haya o no comida, casa, trabajo, dinero o salud, ellos nunca nos abandonan. Para alcanzar la felicidad, tan solo necesitan permanecer a nuestro lado. ¡¡Qué locura, con la cantidad de cosas que necesitamos los humanos para “tener la sensación” de ser felices…!!
Y precisamente hace tres días, nos ha tocado vivir otra de esas historias que nos dejan con más silencio que palabras, y con más voluntad de ayudar que de juzgar. Recibimos el aviso de una muchacha que caminaba por una calle del madrileño Barrio del Pilar, y vio a un perro con bozal y cara de circunstancia, atado a un banco junto a una bolsa llena de cosas, y una gran nota escrita a mano en letras grandes.